Viene agitada, con bolsas en la mano. Trae campesinos y unas papeletas para hacer jugo. Saluda al equipo y le entrega todo a Génesis, su única hija, y se vuelve a ir. “Ya vengo, voy a comprar jamón y queso, es rápido, no me tardo”. Son casi las 11 y media de la mañana y ya los estómagos se escuchan. Están desde muy temprano limpiando una pared en El Marqués, en Caracas. Katiuska, de quien hablamos, no quiere que sigan botando basura ahí, por eso quiere restaurarla, ponerla bonita.
Ella es así: trabajadora, madrugadora, «la tía que resuelve», dice una sobrina. Todo lo que se propone lo logra, igualita a su mamá, quien llegó a Venezuela en 1958, recién caída la dictadura, como otros colombianos que veían en el país oportunidades para salir adelante. Más de seis décadas después, y frente a una de las peores crisis de la historia, Katiuska sigue pensándolo: “Este país tiene muchas oportunidades, no todo se ha perdido, debemos darnos cuenta de eso”.
Katiuska nació en San Blas, uno de los tantos sectores de Petare, el barrio más peligroso de Venezuela, aunque desde que lidera «El poder de la escoba», el grupo que formó para terminar con la basura, prefiere llamarle el barrio más limpio de Venezuela. “Creo que todos debemos volvernos ciudadanistas, sin esperar a que el concejal, el alcalde, el gobernador, el diputado o el presidente resuelvan los problemas. Si la calle necesita estar limpia, ¿por qué no lo hacemos nosotros?”.
Ella practica lo que predica. Tiene años en eso, desde 2012 cuando el país estaba marcado por la polarización. Maestra repostera, administradora, madre desde los 17, Katiuska recoge muchos de los rasgos que pueden definir al promedio de la mujer venezolana. Está consciente de eso y se siente orgullosa. No lo hace por ego, ni por aparentar, sino por motivar a su familia, a sus vecinos, a los jóvenes que han crecido escuchando las memorias del pasado y las quejas del presente.
La Embajada de Alemania en el país acaba de otorgarle el Premio Sophie Scholl, que reconoce el compromiso cívico y los valores democráticos de aquellas personas que trabajan incansablemente o que han hecho un aporte importante para la construcción de una sociedad más inclusiva. Sophie, una alemana que padeció en carne propia el terror del régimen nazi, es todo un símbolo dentro del movimiento de los derechos humanos en el mundo inspirado en la no-violencia.
―¿Antes conocías a Sophie Scholl?
―La verdad es que no, no la conocía hasta que el representante de la Embajada me dijo lo del premio, entonces investigué y me conmovió mucho su historia.
―Y ahora que la conoces, ¿te identificas con ella?
―Sí, bastante, aunque, la verdad, espero no terminar así.
―No vale, ¿por qué terminarías así?
―Bueno, porque en Venezuela nunca se sabe, sobre todo porque esta no ha sido una tarea fácil. Nosotros empezamos en el barrio San Blas, en Petare, y al comienzo el objetivo que nos planteamos, que era básicamente hacer de la comunidad un espacio limpio, seguro y transitable para todos, parecía algo imposible de lograr, pero hoy, unos cuantos años después, puedo decir que lo hicimos. Petare, o al menos nuestro sector pues, es un espacio de ciudadanos.
―¿Cuáles eran esos obstáculos que los hacían dudar?
―Es que cuando empezamos, la polarización política estaba en pleno auge. Aquello de que si tú eras chavista o eras opositor. Y no, yo siempre repetía: ese no es mi asunto, no me interesan sus afiliaciones ideológicas, aquí lo que importa es la calidad de vida, nuestros derechos, nuestra dignidad. Eliminar un basurero era una de las cosas más peligrosas. A nosotros nos amenazaron, a mi mamá le quemaron la fachada de su casa: le encendieron basura a las 6 de la mañana y ella estaba dentro. Gracias a Dios una amiga me llamó y me aviso. Eso, sin duda, fue una declaración de guerra, porque siempre he sido pacífica pero que con los míos nadie se meta, porque nosotros no estamos dañando a nadie, al contrario.
―Claro, porque cada vez que alguien está haciendo algo en algún espacio público irremediablemente la gente lo asocia a algún interés partidista.
―Sí, y eso fue lo que más costó, decirle a la gente que nuestro trabajo no era un tema partidista, sino un tema humano, que teníamos que resolver nosotros y no el gobierno. Porque más allá de la falta de políticas públicas efectivas para recolectar los desechos en los sectores populares, también se trata de un tema de nosotros organizándonos, de los que nos vemos afectados. Se hacían invitaciones a los vecinos sin importar los colores de sus partidos y, poco a poco, con mucha paciencia, logramos hacerles entender y hoy tenemos lo que tenemos.
―Esa resistencia, supongo, venía porque también contabas con el apoyo de dirigentes de oposición, por ejemplo: en redes se te llegó a ver con Andrés Chola de Primero Justicia o Xiomara Sierra de Vente Venezuela, incluso con el embajador Romain Nadal en medio de un contexto político complejo.
―Claro, pero más allá de sus investiduras partidistas o políticas, ellos son amigos y venían a sumar. También vinieron amigos chavistas. En Petare nadie puede decir que nunca fueron invitados, o que fueron excluidos por sus ideas, porque hasta al mismo alcalde lo contactamos. En el trabajo ciudadano caben todas las ideologías, porque hasta hemos incluido a los grupos religiosos. Al final se trata de respetar el libre albedrío y las creencias de cada quien. Ese respeto es el que nos convierte en ciudadanos y en eso yo sí creo, mi ideología es ser ciudadanista.
―¿Y qué es ser ciudadanista?
―Una persona ciudadanista impulsa cambios sociales, reconfigura la acción de ser ciudadanos y ciudadanas de un país, sin división, ni polarización. Una persona ciudadanista impulsa la reconciliación, los derechos humanos, la justicia, la paz y la equidad social, esto nos hace mejores personas, nos hace ciudadanos pues. Si las ideologías nos dividen, entonces, ¿por qué no hacemos de esta una ideología que nos una en nuestras diferencias y por reivindicaciones? O mejor: imagínate si todos y todas nos hacemos ciudadanistas, ¿qué crees que pasaría en Venezuela y más allá? Y siempre desde la no-violencia, desde luego.
―Eso. Siempre destacas la no-violencia como un lema, asumo que es porque vienes de un entorno marcado justamente por la violencia, por el conflicto.
―Sí, porque estamos en sectores populares y porque nosotros no vamos a ser partícipes de actos de violencia, vengan de donde vengan. He estudiado esos procesos para entender mejor cómo evitar que la violencia se apodere de acciones como las que estamos llevando a cabo, que algún radical venga a fregar las cosas. Por eso usamos el arte, porque el arte es subjetivo, libre de interpretación, ni siquiera ponemos mensajes religiosos. O sea, yo creo en Dios, pero esa soy yo, no debe ser obligatoriamente el caso de los demás. Y cuando la gente termina de comprender eso el cambio es absoluto. Hay más tolerancia y respeto por todos.
Cuando regresa, la faena va bien avanzada. El equipo trabaja duro y rápido. Esteban, uno de los muchachos del barrio que Katiuska invitó al equipo desde que era un niño, ya hace los primeros trazos de lo que será el nuevo mural. Mientras, la gente se queda mirando al caminar frente al grupo de trabajadores. Algunos los felicitan, otros piensan que buscan votos para el gobierno. A estos últimos, Katiuska les dice: “No, somos ciudadanistas, venga y únete tú también”.
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