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La curiosa malignidad  de la Unión Europea

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No parece probable que el presidente de la Asamblea Nacional del régimen desconozca la trayectoria de la Unión Europea. Un líder desde sus tiempos de estudiante universitario, un muchacho de casa enterada, un profesional conocido, un viajero por múltiples contornos  y un autor de cuentos y novelas que no han pasado por debajo de la mesa, seguramente maneje datos suficientes sobre una institución de progreso material y de impulsos humanísticos que destaca en la historia contemporánea del planeta.

En realidad no hacen falta excesos de ilustración  para reconocer la trascendencia del trabajo de la unificación de los pueblos del viejo continente en el área de la democracia a escala global. De allí que se pueda  asumir que también los maneje el segundo líder del PSUV, menos metido en faenas intelectuales y en trajines de claustro, pero seguramente lector de periódicos y espectador de noticieros como cualquier  hijo de vecino. De allí que produzcan sorpresa los  ataques de los dos contra una de las creaciones más respetadas de la civilización occidental. 

«El problema no es la Unión Europea, sino el proceso electoral que se avecina»

Conviene recordar, porque no faltan lectores que están en babia o no son memoriosos, que entre los aportes de la Unión Europea destacan los suscritos en el precursor Convenio de Roma, de 1950, en los que se dio preferencia a la atención de los Derechos del Hombre que habían formulado las Naciones Unidas dos años antes, y que en el documento se plantearon como necesidades prioritarias del futuro. Gracias a los ideales paneuropeistas que se anunciaron entonces, no solo se concretó después que los Estados europeos disputaran con otros Estados europeos en materia de derechos humanos. También, como si no se estuviera ya ante un adelanto gigantesco, la posibilidad de atender quejas de particulares contra Estados europeos soberanos. Unas quejas que no solo incumben a los habitantes o miembros naturales de las antiguas sedes imperiales o de los viejos centros de irradiación intelectual, sino igualmente a sus tributarios o descendientes, es decir, a nosotros. Todo bajo el control de un parlamento continental y de cortes supranacionales, entre cuyas funciones destaca la vigilancia de los reinos y las repúblicas del conglomerado para que funcionen según principios de democracia, honorabilidad y tolerancia considerados como ejes de la integración. 

Los asuntos de Venezuela no solo han sido de incumbencia europea por petición de algunos de sus Estados miembros, sino también por obligación fundacional.La Unión, de acuerdo con sus estatutos, no puede manifestar indiferencia ante lesiones o violaciones de principios incluidos en las actas de su creación. Así en el caso de situaciones bélicas como ante evidencias de crímenes de lesa humanidad, o frente a ventajas impuestas por  sistemas dictatoriales que consideran contra natura. Por eso ha estado metida en nuestro tremedal, hasta el punto de ordenar sanciones contra funcionarios del régimen y de formar comisiones para el restablecimiento de la democracia. O de aliviar algunas de esas sanciones cuando las circunstancias lo requieran. O de ofrecer su presencia directa, o su asesoría, en situaciones singulares. 

La Unión Europea fue propuesta en el Acuerdo de Barbados como observadora de las elecciones presidenciales que están en vísperas, pero el presidente de la Asamblea chavista y el segundo de abordo en el PSUV consideran ahora que no se debe aceptar su presencia debido a que sería como bendecir la intromisión de un conjunto de naciones arrogantes, groseras, parcializadas, malvadas, malintencionadas, protervas, encanalladas, grotescas, imperialistas  y racistas. Todos sabemos la razón de la destemplanza: la Unión Europea solo eliminó  las sanciones que recaían en  una media docena de funcionarios del régimen, en lugar de disponer una generosidad sin límites o una vista gorda sin romaneo. Se comprende que la parquedad pudiera provocar disgusto en la dirigencia del chavismo, o que  la supuesta tacañería no condujera a una fraternal verbena, pero de allí hasta el desfile de improperios que se acaba de resumir hay un trecho excesivo, un recorrido supersónico que un espectador común no puede comprender. Ni un observador que sea como un lince tampoco, por cierto. 

De lo cual se deduce que el problema no es la Unión Europea, sino el proceso electoral que se avecina. En especial para gentes tan despiertas y habilidosas como el parlamentario y el capitán mentados. El problema radica en que, debido a  sus antecedentes programáticos y a su veteranía en entuertos políticos, lo mejor es que los antiguos conquistadores convertidos en serviciales gestores no se acerquen a los predios del CNE. Para los gritones de insolencias la Unión Europea es ahora sinónimo de ojos peligrosos. Tienen la obligación de impedir, contra viento y marea, y por razones de sobrevivencia, que el convidado conspire contra una necesitada libertad de manos electoral. 

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.



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